15 septiembre 2007

Un ecumenismo bajo el signo del diálogo, amor y colaboración

Entrevista a monseñor Vincenzo Paglia, obispo de Terni-Narni-Amelia

SIBIU, viernes, 14 septiembre 2007.- La nueva etapa ecuménica necesita cada vez más un diálogo bajo el signo del amor y la colaboración entre todos los cristianos, afirma monseñor Vincenzo Paglia, obispo de Terni-Narni-Amelia.

Lo dijo el prelado, presidente desde mayo de 2004 de la Comisión de Ecumenismo y Diálogo de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), en una entrevista concedida a Zenit, durante la III Asamblea Ecuménica Europea de Sibiu, Rumania, de la que tomó parte como moderador.

El obispo es una figura de primer plano, no sólo en el diálogo con los cristianos de las demás confesiones, sino con los representantes de las diferentes religiones, gracias a su experiencia de varias decenas de años en la Comunidad de San Egidio, de la que sigue siendo guía espiritual. El año pasado, por ejemplo, fue premiado por su servicio a la unidad de los cristianos por el patriarcado ortodoxo ruso.


Usted participó en primera persona en la preparación del viaje de Juan Pablo II a Rumanía, en 1999. ¿Como ve ahora al país tras el tiempo pasado?

Sobre todo, debo decir que la experiencia que hice en los años noventa y que culminó con la visita de Juan Pablo II a Rumanía, fue una experiencia absolutamente extraordinaria. Encontré ya entonces un país que respondió a aquel encuentro de manera totalmente inesperada. Yo era entonces verdaderamente un hombre de poca fe, podríamos decir. Pero ¿cómo no sorprenderse al ver a una multitud ininterrumpida durante todo el itinerario desde el aeropuerto de Bucarest hasta el Patriarcado, y luego ¿cómo no quedar absolutamente subyugados por aquel grito de trescientas mil personas, al término de la celebración eucarística, en Parcul Izvor, que se elevó como si fuera una sola voz pidiendo: «¡Unidad, unidad!»?.

Recuerdo que, cuando se trató de empezar a organizar la III Asamblea Ecuménica, la primera se celebró justamente en Terni, en mi diócesis, se pensó no en un evento con identidad propia sino que se concibió como el culmen de una peregrinación realizada por católicos, protestantes y ortodoxos, al redescubrimiento de las raíces del cristianismo y de las diversas tradiciones. Por esta razón, la primera etapa fue en Roma, la segunda en Wittenberg, y la tercera en Sibiu.

Una vez aquí, con todos los cristianos europeos, con Rumanía por fin miembro de la Unión Europea, y por tanto con una ulterior esperanza dirigida a Europa, he reencontrado esa calidez que experimenté ya en 1998, con el Encuentro de Oración por la Paz entre las religiones mundiales, organizado en Bucarest por la Comunidad de San Egidio, y luego en 1999, con la visita de Juan Pablo II.

En su opinión, cuál es la finalidad del ecumenismo y cuál es el confín entre la necesaria unidad en la fe entre todos los cristianos y la otra tanto necesaria, significativa y legítima pluralidad de la Iglesia?

Yo creo que la unidad de la Iglesia es sobre todo una unidad centrada en Cristo. Sin embargo, ya en los Evangelios vemos que hay cuatro modos de ver a Jesús y que cada uno enriquece al otro. Creo, por tanto, que este paradigma que encontramos al inicio del cristianismo, tiene que ver también con el inicio de este tercer milenio. Lo cual quiere decir reencontrar una unidad en los fundamentos mismos de la fe, pero también una pluralidad en el vivirla y en el manifestarla.

Es una tensión, una dialéctica propia del cristianismo mismo, porque es a la vez uno y universal, la fuente y los arroyos que se difunden en todas las culturas. Este es un desafío de siempre. Este desafío, por desgracia, ha sido tal vez vivido de manera distorsionada con las divisiones. Hubo una división ya en los primeros siglos con aquellas que hoy se denominan las antiguas Iglesias Orientales, fuera del Imperio Romano. Ya esto nos dice que muchas divisiones provienen también de motivos exteriores al dogma. Al comienzo del segundo milenio, hubo una nueva división, esta vez dentro del Imperio Romano, entre Occidente y Oriente. Y luego una ulterior división a mitad del segundo milenio, esta vez dentro de Occidente, entre católicos y protestantes. Tres divisiones que han lacerado el tejido de las Iglesias.

Y, culpablemente, ha prevalecido durante mucho tiempo la polémica. Luego, el Espíritu, que soplaba ya a finales del siglo XVIII, en el siglo XX abrió de par en par las puertas, en especial con el Concilio Vaticano II y, gracias a una implicación fortísima de la Iglesia católica, gracias al ecumenismo, que de este modo asumió un nuevo rostro. Los cristianos empezaron a comprender que era importante ver, antes que las divisiones, lo que nos unía, y hemos descubierto que lo que nos unía era mucho más que lo que nos separaba. Quiero decir: disminuyó el estrabismo. Nos hemos hecho más conscientes del gran patrimonio que nos une. Y de entonces en adelante, en 40-50 años, hemos realizado un salto gigantesco, hemos superado siglos de historia.

Por tanto, quien dice que hoy el ecumenismo va despacio no debe olvidar que hubo un giro copernicano en pocos decenios. Es verdad que advertimos la necesidad de redefinirnos, pero esto no nos debe hacer olvidar el camino realizado hasta ahora ni significa que no debamos acelerar el diálogo espiritual y el del amor, en todas las comunidades, sin olvidar el diálogo teológico y el jurídico.

El ecumenismo de ahora invita a todos a dejarse implicar. Porque el ecumenismo no es un asunto de teólogos, no es una cuestión de despachos, sino que es un modo de vivir la fe. Lo decía el entonces cardenal Joseph Ratzinger, en 1991, cuando afirmaba que la unidad visible es un don de Dios, pero que nosotros debemos hacer todo lo posible, en la certeza de que el ecumenismo es parte esencial de la fe, de cómo se vive la fe, con una tendencia a vivir la misma oración de Jesús: «Que todos sean una sola cosa» (Juan 17, 21). En este sentido, creo que, al inicio de este milenio, se está abriendo una nueva etapa ecuménica que contempla la reanudación de los antiguos diálogos teológicos, pero que debe también, en mi opinión, ver el fortalecimiento del diálogo del amor, de la colaboración en todos aquellos campos en los que esto es posible.

¿Un elenco? La oración común, la defensa de la Creación, la paz, la solidaridad, la evangelización, la comunicación del Evangelio a todos, en Europa y fuera, la defensa de los pobres, el compromiso de abatir cada muro de división en la inmigración, el empeño en abolir la pena de muerte, el de hacer la guerra cada vez más imposible. Son campos enormes que exigen la unidad entre todos los cristianos.

¿Por qué se optó por celebrar la III Asamblea en Rumanía, un país de mayoría ortodoxa?

No puede dejar de tener significado el hecho de que todos los cristianos de Europa han venido a celebrar un momento de comunión en un país, diríamos en la periferia de Europa, en el que la economía no está todavía desarrollada. Creo que no podemos ser cristianos europeos sin sentir a Rumanía en el corazón y en el centro de Europa. Es más, diría que es deber nuestro de cristianos descubrir a Cristo: el Cristo que ha sufrido, el Cristo que un poder ateo ha tratado de silenciar, el Cristo que sufre en muchos pobres que quedan todavía, el Cristo marginado de los gitanos.

Aquí podemos y debemos redescubrir que los últimos son los primeros. Porque Jesús está en los últimos y no en los primeros. Por esto, venir a un país como Rumanía, que es una encrucijada entre las dimensiones latina, eslava y bizantina, es entre otras cosas ir a lo profundo de Europa, de una Europa que ha tenido que sufrir en estos últimos 50 años la tragedia de una opresión sin fronteras.

Y nosotros hemos venido aquí para abrazarles. Esta asamblea de Sibiu ha sido un abrazo. Tenemos que abrazar al pueblo rumano en su tierra. Roma y Wittenberg en Sibiu reencuentran su plenitud.

¿No cree que detrás de las desconfianzas en el diálogo ecuménico está el miedo de las Iglesias del Este de Europa a entregarse a una cultura occidental, vista como pluralista, secularizada y relativista, capaz por tanto de minar sus tradiciones?

Es una tentación que existe y por tanto que hay que vencer y evitar. ¡Es diabólica! Ya que «diabolein» en griego quiere decir «dividir». Hoy gozamos de un viento del Espíritu que nos obliga a encontrarnos a abrazarnos. La división entre Oriente y Occidente nos ha vuelto a todos asmáticos y más débiles. Me pregunto: ¿si los cristianos europeos hubieran estado más unidos habría sido tan fácil la llegada al poder del nazismo y del comunismo? ¿Queremos volver a caer en la misma tentación? Por tanto nuestro empeño urgente es respirar también en Occidente con la riqueza del pulmón de Oriente: con la riqueza de su liturgia, de su espiritualidad, de su misterio y de su fascinación en el vivir en muchas dimensiones la presencia de Dios. Pienso también en el monaquismo oriental.

Por otra parte, nosotros los occidentales, los latinos, tenemos que estar responsablemente atentos a no ofrecer a estos países lo peor que tenemos. Es importante que les ofrezcamos también nuestra dimensión espiritual, nuestra capacidad de universalidad, nuestra dimensión de apertura, nuestra fuerza de la tolerancia, la solidaridad, del compromiso social y caritativo, que tal vez en las Iglesias de Oriente ha sido incluso coartado.

O Europa vive con estos dos pulmones o moriremos todos. Como, lamentablemente, está sucediendo.

Por último, ¿qué recuerda del viaje de Juan Pablo II a Rumanía?

Puedo asegurar una cosa, porque tuve la alegría y la gracia de poder participar en ese evento y también de prepararlo. Puedo decir que el primer gesto que anticipó la venida del Papa fue el Encuentro de Oración interreligioso, organizado por la Comunidad de San Egidio, en Bucarest. Puedo decir que fue un hecho extraordinario, porque, por primera vez, en Rumanía, cristianos de todas las confesiones y hombres de diversas religiones se reencontraron en la Plaza de los Mártires, para vivir un momento de gran emoción espiritual.
Esto abrió las puertas a otro acontecimiento que, tengo que decir, Juan Pablo II deseó con todas sus fuerzas. Y, personalmente, fui mensajero de este deseo ante el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rumana Teoctisto, y ante el Santo Sínodo. Hubo que hacer varios viajes para ayudar a esta comprensión. Y, poco a poco, todos los obstáculos se fueron allanando. En esta visita del Papa le acogió un pueblo entero. Fue la primera visita del Papa a un país de mayoría ortodoxa. Y el Papa vino. Fue esta la decisión que tomamos juntos, la de visitar, en primer lugar, a la Iglesia Ortodoxa de Rumanía y luego a la comunidad católica, tanto latina como greco-latina, y, por último, al Gobierno.

Recuerdo claramente la alegría del patriarca Teoctisto, cuando recibió la carta del Papa, firmada sencillamente «Juan Pablo II, como un hermano». Esto hizo caer el muro psicológico, el muro histórico de una separación. Recuerdo bien también a estos dos «ángeles blancos» –así les llamé entonces- que se abrazaban, como recomponiendo una historia antigua. Y yo deseo, mejor estoy seguro, de que siguen el abrazo en el cielo, mientras se asoman a Sibiu, felices de lo que está sucediendo en estos días.

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